Los cinco hermanos de caras ciegas se convertían en huevo todos los domingos.
Cada fin de semana elegían lo mejor de su guardarropas y entraban juntos y primitivos por la puerta de atrás del shopping proyectando una sola sombra.
Al sentir el aire quemado a pochoclo, los hermanos se separaban; cada uno recuperaba su forma.
Corrían hacia el cine pero se detenían en el hall de espera y nunca sacaban entrada. Ni siquiera soñaban con ir a ver una película: entrampados por la textura de la alfombra empezaban a tirarse de a uno en el piso con la nuca curvada, hechos una bolita, sobre la moquete suave y estrellada. Rodaban felices una y otra vez, una y otra vez, frágiles y ovales como un huevo.
Con el cuerpo, con las manos, con los ojos abiertos, se olvidaban por un rato de cualquier vestigio de aspereza de la carpeta de cemento de su monoblock.
CELESTE GALIANO
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