Se volvió loco. Sin embargo los que lo conocían bien dicen que no, que a Agustín Mirabal lo alcanzó la desilusión y la nostalgia cuando, situado en la cima de la sociedad, decidió ver la nieve.
No importa qué vaivenes de la vida lo llevaron de una infancia pobre hasta ser casi el dueño del mundo; y no fue en eso en lo que pensó, tampoco en esa mujer envuelta en la eternidad de un cabello rubio que le forzó un adiós en antiguas miserias. No. Agustín sólo pensaba en la única maravilla verdadera que había podido tocar: su abuela, que le había mostrado una nieve distinta cuando él, aprendiz tierno de la vida, había preguntado, pegoteado de mocos y de ausencias, por ese fenómeno inalcanzable.
Ella, con una cesta de jazmines deshojados, pétalo por pétalo, lágrima por lágrima, paría un vuelo finito para él.
Esto era lo que tenía Agustín en la mirada cuando las rodillas se toparon con la inmensidad blanca.
Cuentan que no volvió a ser el mismo, que nadie lo vio sonreír después de eso, que desapareció dejando, entre imperios y soledades, una nota:
“Voy en busca de mi nieve, aquella que huele a jazmines”.
MELINA CAVALLIERI
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