Aquella noche nos sentamos en el sillón verde a eso de las diez. Le permití a Pedro elegir las dos películas que veríamos, consciente de que corría el gran riesgo de dañar mi vista y mi selecta filmografía personal para siempre. Pero por suerte me sorprendió y decidió que viéramos Persona por cuarta o quinta vez y Mulholland Dr. En realidad, vimos primero la película de Lynch y luego la de Bergman.
Ya bastante entrada la madrugada, tras unas cuatro horas frente al televisor, dimos inicio al juego de todos los jueves. Nunca tuvimos un nombre para él y creo que sería inútil bautizarlo, pues de todos modos siempre hay que explicárselo a la gente que no lo conoce (es decir, a casi todo el mundo).
Las instrucciones son las siguientes: dos personas se sientan frente a frente, cada uno con una birome y algunas hojas y, durante aproximadamente una hora, cada participante escribe lo que cree que el otro está pensando en el preciso instante en que uno escribe. Al cumplirse el tiempo, se lee en voz alta lo que cada uno redactó y el otro le revela cuánto de verdad y acierto hay en lo que se ha tratado de adivinar.
El juego no tiene ganador, ni premio, ni realmente un objetivo claro. Sólo se trata de ponerse en el lugar del otro.
Sucedió aquella madrugada algo bastante particular: cuando había transcurrido media hora, el rostro de Pedro comenzó a palidecer. Yo estaba escribiendo como un maniático cuando de repente levanté la vista y noté cómo su piel se tornaba blanquecina y luego comenzaba a arrugarse. Le pregunté si estaba bien pero no contestó. Seguía escribiendo. Su mano izquierda desapareció por completo de un momento a otro, sin dejar rastro de existencia, pero a él no parecía importarle. Ya asustado de verdad, me puse de pie y lo observé detenidamente, petrificado por el miedo. Sus pómulos se hincharon y luego se deformaron, de forma tal que la cara de Pedro era totalmente irreconocible y apenas si podían verse sus ojos. Su rostro era repugnante. De sus labios brotaba sangre a raudales que salpicaba la hoja donde ya no escribía sino que garabateaba.
Horrorizado, pero ahora decidido a actuar, le grité, lo insulté y hasta lo golpeé. Al fin reaccionó; me dijo, mirando al piso, que se sentía mal y necesitaba ir al baño. Su voz era grave y parecía venir desde algún lugar muy profundo. Se fue dando pasos inhumanamente lentos. Mientras caminaba del living al baño un brazo se desprendió de su cuerpo súbitamente. La sangre que seguía saliendo de su boca ahora era acompañada por dientes y muelas que producían un sonido enloquecedor cuando tocaban el piso. Pero nada parecía alterar su exasperante andar mortecino.
Finalmente llegó al baño. Yo seguía helado, con una mezcla de terror, ira y tristeza perturbadora. Cerró la puerta y permaneció allí unos veinte minutos.
Cuando salí del ensimismamiento, me avisó que ya se había cumplido la hora. Empezó a leer sus notas y cuando iba más o menos por la mitad, describió a la perfección todo esto que yo había imaginado mientras escribía. Pedro es mucho mejor que yo en este juego, aunque no pensemos en términos de ganador y perdedor. Sabe muy bien lo que es ponerse en el lugar del otro.
JUAN LUQUE
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