El Pai Branco llegó al campamento una tarde especialmente caliente, ataviado de blanco en medio de una polvareda de tierra roja. Era alto y flaco, con pelo renegrido y ojos muy azules. Traía una pequeña mochila de cuero color maíz y una bolsita de terciopelo negra que discordaba con el resto de sus efectos al estar impecable. Pagó una semana y armó una carpa maltrecha sobre una loma al suroeste del campo.
Los primeros tres días no lo vimos mucho. A veces adivinábamos su silueta larga entre los árboles o lo veíamos de lejos hablar con un perro. Otras veces salía con su bolsa negra, imperturbable, sin expresión, como si sólo su cuerpo caminara bajo el sol y su mente estuviera en otro lado.
La cuarta noche hicimos una churrasqueada en el campamento (una suerte de asado brasilero, aunque la palabra le queda muy grande). Entre las brasas apagadas y la cerveza que corría sin vergüenza lo vimos llegar, impávido. Lo invitamos a quedarse y aceptó en silencio, asumo que para guardar educación. Se preparó un café y se sentó en una banqueta con expresión ausente.
Yo había bebido bastante, y el poco decoro que me reserva la sobriedad se había esfumado hacía rato. Me senté al lado y le pregunté quién era. Me contó en un portugués muy raro que tenía sesenta y siete años. Ante la incredulidad que me provocaban su pelo todavía negro y sus dientes blancos, sacó un documento y lo comprobó. Se llamaba Pedro. Había trabajado en plantaciones de mandioca y marihuana en islas cuyo nombre no puedo recordar pero aseguro que no había escuchado antes. Era un pai, una suerte de sacerdote de alguna religión pagana de las tantas que pueblan Brasil. Me contó entre dientes que su único vicio era el café y que todo hombre que quisiera tener una vida larga debe abandonar todo tipo de vicio a los cuarenta y tres años, ni uno más, ni uno menos. También me habló de la luna, aunque el letargo del alcohol y mi poco conocimiento del portugués hicieron que no entendiera mucho su relato. Le pregunté por la bolsa negra. La sacó despacio, la abrió y me mostró sin recelo un sinfín de piedras de colores, cada una con la explicación de su origen y significado. Era una persona sumamente rara pero aparentemente llena de paz. Le pedí sacarnos unas fotos, y se excusó diciendo que no le gustaban, pero terminó por ceder ante mi insistencia.
En los dos días siguientes no volví a verlo ni a escucharlo hablar en voz baja con los perros del campamento. En la sexta noche lo encontré en la calle del pueblo con una mirada muy rara. Estaba sentado en el suelo, las piedras de colores organizadas de manera metódica a su alrededor. Se acercó y comenzó a hablarme a los gritos, señalando mi frente y la luna, con gestos que dejaban entender que estaban conectadas, aunque realmente no podría asegurarlo. Gesticulaba pero sus ojos estaban fijos, inmóviles. Murmuró una especie de bendición. Se lo veía muy agitado. No supe qué contestarle más que un confundido “gracias” en español y ahí lo dejé, en medio de una callecita tropical haciendo ademanes y gritándole al cielo.
LAURA FECHENBACH
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