Odio los lunes a la mañana, no entiendo cómo la gente puede tomarse tan a la ligera esto de salir temprano y partir al trabajo como si nada. A mí me molestan los lunes de frío, o mejor dicho, los lunes cortos, cuando salgo de casa todavía de noche.
Sin embargo, me gusta observar la calle. Y lo curioso es que siempre se encuentran particularidades a la vuelta de la esquina. Lo mío, a decir verdad, no fue justo a la vuelta de la esquina sino dos o tres casas más allá de la mía: descubrí en una opaca mañana de lunes que una especie de jauría paseaba tempranera por mi cuadra. Muchos hombres y mujeres extrañas pululan muy de madrugada por las calles, para pasear a sus mascotas, eso no resulta raro. Yo mismo pasearía gustoso a la mía si alguna vez se decidiera a pedírmelo -sólo que mi Ulises es bastante independiente y felino como para tal pretensión-.
Crucé ese día a una mujer de unos sesenta y tantos años, con un can pequeñito que para nada llamó mi atención al principio. Me pregunté luego qué tendría ese perrito, que unos ocho o nueve más estaban siguiéndolo. La ventaja de la cotidianeidad es que permite tener repetidas visiones de una misma cosa, y que si se mantiene el ojo alerta y entrenado se pueden incluso concretar grandes revelaciones.
La suerte de los martes nunca es mucho mejor que la de los lunes. Así que recuerdo bien, que al día siguiente volví a cruzarme con la misma mujer, a quien creo, arbitrariamente, ya le había adjudicado el mote de “viejecita” –cariñosa costumbre que tengo de matizar con sobrenombres mi visión de la gente-. Me extrañó, así, que el pequeñito del lunes caminara solito, suelto, sin correas ni cadenas, a unos pasos de la mujer. Detrás venía ella, esta vez llevando a otro can, y ambos a su vez seguidos por otros nueve o diez perros, los mismos de la mañana del lunes.
Esperé ansioso la mañana de miércoles; tenía una interesante tarea de observación para ese día. Salí de casa unos minutos antes que de costumbre con la intención de ir al encuentro (más que dejarme sorprender) de la escena esperada. La observación de lejos tiene sus ventajas: el ojo se desplaza abarcando un amplio radio, y una otrora parcializada visión se convierte en la imagen de un todo. Esa imagen más global me situó así en otra realidad, en otra dimensión. Noté que no venía caminando a lo lejos la mujer con su perrito, sino que era una mujer y una procesión de perros caminando TODOS juntos. Nadie seguía a un pequeñito o a un oloroso o a un agraciado: todos marchaban al unísono, acompañando acaso a la viejecita, o viceversa.
La pintoresca escena de conjunto fue tornándose más extraña a medida que avanzaban en dirección a mí. Algo parecido a unas ruedas se movían en el grupo. Crucé la calle para observar desde otro ángulo -las visiones cambian con las perspectivas-; se trataba sin duda de algo con cuatro ruedas. Un cubículo o algo por el estilo. No entendí. Aceleré el paso para forzar un encuentro cara a cara con todos ellos. Uno, dos, tres, cuatro; pequeños, medianos y más grandes; marrones, blancos, negros; unos cuantos otros detrás. Entre todos ellos, las ruedas. Quedé boquiabierto. No es que me disgustara el gesto ni que lo sospechara descabellado; lo asimilé con verdadero cariño. Sorprendente para mi paladar, pero infinito también. Montado en cuatro ruedas insignificantes, y más o menos acurrucado en un cajoncito de manzana, el pequeñito del lunes paseaba su frescura. Me permití mirar con atención esta vez el interior del perro-móvil. Pobre pequeño, ¿qué había sido de él en la tarde de martes que su patita había resultado dañada? Toda la escena, toda, tenía un aire bizarro y grotesco, pero tierno y amable también. La patita rota, los ojitos del perro, el carro, la vieja, la docena de canes, y el sol despuntando al final de la calle. Los hijos canes de las viejecitas solitarias.
Respiré hondo. No es tan malo amanecer temprano, creo. Tomé el colectivo con una sonrisa, todavía confundido por mi hallazgo de miércoles.
SILVINA VITAL
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