“La verdad es el opio de los pueblos”
juan José Saer en La esfinge.
No sé a ustedes pero a mí siempre me ha interesado saber qué es realmente la verdad. Porque la verdad hay que saber dominarla y de eso me di cuenta ya de mocoso nomás. No es que recuerde exactamente la primera vez que mentí, pero todavía no olvido los interrogatorios a los que me sometía mi madre cuando volvía de las fiestitas de cumpleaños. La pregunta era siempre la misma: "¿Cómo te portaste, hijito?". Y mi respuesta, a pesar de a haberle partido un palo en la cabeza a uno de mis compañeros y de haber empujado cuanta cosa se me pusiera delante al reventarse la piñata, ya era figurita repetida: "Bien, mami, me porté re bien". Acepto que la santa de mi madre desconfiaba del "re bien", pero el "bien, mami" inicial la conformaba haciéndole sentir incluso y a su manera, orgullo de su engendro. Así, me daba cuenta yo de que la verdad no debía corresponderse unívocamente con los hechos reales, como sucede en la ciencia, sino que bastaba sólo con que fuera conveniente para ambas partes. Por lo demás, jamás podría decirse que yo hubiera mentido. Situaciones similares se presentarían nuevamente a lo largo de mi vida e intuyo que en las de ustedes también; claro que la figura de autoridad iría transmutando para convertirse luego en una maestra sargentona, en una preceptora autoritaria, en un encargado aborrecible o en mi propia esposa quien, en un eterno retorno y para orgullo del señor Freud, me hace preguntas similares a las que años atrás, me hiciera otra mujer. Al parecer, los límites entre mentira y verdad se diluyen mientras lo que se diga nos deje a todos contentos, y entonces todo se vuelve una especie de ensoñación y no hay por qué calentarnos mientras la estemos pasando bien.
Recorriendo la historia de los grandes pensadores vamos a encontrar por supuesto reflexiones muy interesantes al respecto. Un filósofo alemán, por ejemplo, afirmó que si un artesano estuviese seguro de que sueña cada noche, durante doce horas completas, que es rey, sería tan dichoso como un rey que soñase todas las noches durante doce horas que es artesano. Imaginen entonces, dice este tipo, la diurna vigilia de un pueblo míticamente excitado como el de los griegos, donde los árboles podían hablar como ninfas o los dioses con apariencia de toro podían raptar doncellas: ¡allí todo era posible! ¿Cuáles son entonces las diferencias entre aquel mundo y este universo virtualmente globalizado en el que, según las publicidades, no hay nada imposible? ¡Ninguna, el mundo sigue siendo el mismo! ¿Y la verdad? La verdad qué me importa, que brille por su ausencia. La verdad —y aquí retomamos los dichos del filósofo— es una ilusión.
Que alguien explique cómo puede la palabra "silla" representar la infinidad de distintas sillas que existen en el mundo cuando ninguna es igual a otra. Ojo, que para mí esto no es más que un disparate o un juego de palabras, ustedes saben, locuras propias de los filósofos. En lo que a mí respecta, yo creo, en fin, que a veces nos gusta que nos engañen un poquito, y es lindo taparse los ojos un rato para que el corazón no duela tanto y pueda latir tranquilo. Mientras no pase de un mero embuste… Ahora sí, si eso nos llega a perjudicar en demasía, ahí sí que le insuflamos al vil y despiadado mentiroso todo tipo de vituperios; con nosotros no, eh! Y para no engranar con este asunto de la verdad y también para ir terminando con tanta cháchara, me gustaría dejarles una anécdota sobre Charly Marx que me contaron una vez, y que creo tiene que ver con todo esto. Al parecer, la rebeldía de Carlitos asomaba ya en sus años de adolescente, cuando estudiaba humanidades en la Universidad de Bonn. Tanto, que llegó a conocer el calabozo durante un día entero, según las autoridades, “por alcoholismo y desórdenes provocados en la vía pública”. Al día siguiente de ser encarcelado, un amigo suyo llamado Hermann fue a buscarlo a la salida del destacamento policial. Después de saludar con expresión adusta a algunos oficiales que se encontraban en la entrada, el joven Marx, al ver a su amigo esperándolo, cruzó con éste una mirada cómplice, secundada por una sonrisa casi siniestra. “No logro creer cómo creyeron que estabas en pedo, boludo”, dijo Hermann en un alemán bastante coloquial tras caminar la primera cuadra en silencio. “Es verdad”, respondió Marx, “cualquiera se hubiera dado cuenta de que, en verdad, habíamos estado fumando opio”. Hermann entornó los ojos y agregó riéndose estruendosamente: “Tendrías que haberte visto, parecías estar en un especie de trance religioso, boludo” (además de coloquial, el alemán de Hermann era bastante repetitivo). Entonces, el futuro demonio del pensamiento occidental asintió levemente con la cabeza, sacó apresuradamente una libreta de su saco y anotó algo en ella. “¿Qué escribís?”, inquirió con asombro el joven amigo. “Sólo frases sin importancia”, respondió Marx, mientras contemplaba con atención profética la suntuosa fachada barroca de una catedral.
SEBASTIÁN MANCUSO
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